/ sábado 6 de abril de 2019

Juan Orol

Llegó a este mundo con la virtud de optar, de decidir. Optar es la virtud que tienen los espíritus libres. Optar es no limitarse a observar. Sin duda el que opta, decide. Quien opta está condenado a la aventura, a caminar rumbo a lo desconocido. Está condenado a la emoción de vivir y aportar. Quien opta está condenado a vivir la vida y no a que la vida lo viva a él. Y Juan Orol fue un espíritu libre, quizá demasiado libre, tanto que llegó a ser arbitrario. Juan Orol se desempeño en varios oficios. Orol fue abonero, torero, actor de teatro, mecánico, reportero, agente secreto, y en un acto de siripendia, un día se sentó en la silla de director de cine y comenzó su carrera en el séptimo arte. En esa actividad, Juan Orol está considerado por los críticos y los no tanto, como el peor cineasta. El inventario es amplio; sus películas no tienen guión.

Sus escenarios son una desgarradura al alma. Sus personajes, sobre todo los “gángsters” de tan serios y malditos se ven cómicos. En el desarrollo de la cinta, sus inicios parecen finales, los finales parecen comerciales, y cuando la película va a la mitad, usted no tiene ni idea de a qué hora inició. ¡Nada tiene orden! Sumamos a esto que los tonos de voz de sus personajes son patéticos, como realizados con una sobriedad malsana. Son una invitación a la crítica y a la pronta condena a la hoguera por parte de cualquier persona fundamentalista. Las situaciones en el desarrollo de la trama siempre dejan mucho que desear.

Hizo películas con la rapidez de quien corre hacia el infierno. Hay una escena en la que un personaje de la cinta recibe un disparo y cae tan lento, pero tan lento, que el espectador bien puede salir del cine, irse a su domicilio, merendar, retirarse a descansar y un minuto antes de dormir le pueden avisar que el herido por fin cayó al suelo. Así de lenta es la toma. Sin embargo, los enterados aclaran: “Su cine fue tan malo que terminó siendo bueno”. ¿Por qué? Porque sus trabajos fueron originales. Porque Juan Orol asumió el camino de la heterodoxia y mostró ante los ortodoxos “su forma de hacer y ver el cine”. Él hacía lo que sentía de debía hacer. Así entonces la originalidad acompañada de la complicidad de quienes se convirtieron gracias a sus películas en cazadores de símbolos fueron tejiendo el mito Juan Orol. Lo que a los demás les costaba mucho esfuerzo, a Juan Orol se le daba sencillo. El cineasta solo hacía caso a su imaginación, era irreverente, actuaba y lograba. Finalmente se convirtió en un mito; el mito de Juan Orol Hay que ver sus películas, sin duda.

Llegó a este mundo con la virtud de optar, de decidir. Optar es la virtud que tienen los espíritus libres. Optar es no limitarse a observar. Sin duda el que opta, decide. Quien opta está condenado a la aventura, a caminar rumbo a lo desconocido. Está condenado a la emoción de vivir y aportar. Quien opta está condenado a vivir la vida y no a que la vida lo viva a él. Y Juan Orol fue un espíritu libre, quizá demasiado libre, tanto que llegó a ser arbitrario. Juan Orol se desempeño en varios oficios. Orol fue abonero, torero, actor de teatro, mecánico, reportero, agente secreto, y en un acto de siripendia, un día se sentó en la silla de director de cine y comenzó su carrera en el séptimo arte. En esa actividad, Juan Orol está considerado por los críticos y los no tanto, como el peor cineasta. El inventario es amplio; sus películas no tienen guión.

Sus escenarios son una desgarradura al alma. Sus personajes, sobre todo los “gángsters” de tan serios y malditos se ven cómicos. En el desarrollo de la cinta, sus inicios parecen finales, los finales parecen comerciales, y cuando la película va a la mitad, usted no tiene ni idea de a qué hora inició. ¡Nada tiene orden! Sumamos a esto que los tonos de voz de sus personajes son patéticos, como realizados con una sobriedad malsana. Son una invitación a la crítica y a la pronta condena a la hoguera por parte de cualquier persona fundamentalista. Las situaciones en el desarrollo de la trama siempre dejan mucho que desear.

Hizo películas con la rapidez de quien corre hacia el infierno. Hay una escena en la que un personaje de la cinta recibe un disparo y cae tan lento, pero tan lento, que el espectador bien puede salir del cine, irse a su domicilio, merendar, retirarse a descansar y un minuto antes de dormir le pueden avisar que el herido por fin cayó al suelo. Así de lenta es la toma. Sin embargo, los enterados aclaran: “Su cine fue tan malo que terminó siendo bueno”. ¿Por qué? Porque sus trabajos fueron originales. Porque Juan Orol asumió el camino de la heterodoxia y mostró ante los ortodoxos “su forma de hacer y ver el cine”. Él hacía lo que sentía de debía hacer. Así entonces la originalidad acompañada de la complicidad de quienes se convirtieron gracias a sus películas en cazadores de símbolos fueron tejiendo el mito Juan Orol. Lo que a los demás les costaba mucho esfuerzo, a Juan Orol se le daba sencillo. El cineasta solo hacía caso a su imaginación, era irreverente, actuaba y lograba. Finalmente se convirtió en un mito; el mito de Juan Orol Hay que ver sus películas, sin duda.